De pequeños en Algeciras, bajo la sombra de Gibraltar, jugábamos a los "meblis", en inglés (marbles), que en otros lugares de España, nos enteramos más tarde, llamaban canicas o bolas. Había que dar de uno a tres toques al mebli del rival y luego meterlo en un pequeño hoyo que se excavaba a dedo limpio en la tierra. Cuando se jugaba "a la verdad", había apuestas de por medio. No sólo poníamos en juego aquellos meblis de cristal o de pasta sino, a veces también, una "chingüa", lo que en inglés debería escribirse chewing gum y que era como llamábamos a los chicles cuando no sabíamos que hubieran chicles españoles. En este caso había que tener cuidado a la hora de examinar el terreno de juego. Los adversarios teníamos que pactar en qué hoyos se iba a jugar, por si los jugadores tenían en ese terreno hoyos "enguaraos". Si tenías el hoyo "enguarao" metías el mebli desde cualquier distancia y prácticamente con los ojos cerrados, esa palabra la utilizábamos si hacías fácil cualquier otra pirueta de difícil ejecución.
Entre juegos, escuela, guitarra y cantes, pasamos la niñez que nos marcó con un carácter particular, tan particular con el lenguaje, como con el flamenco, en aquellas voces añejas de Chato Méndez, Corruco, Antonio Chaqueta y, por supuesto Rafael "El Tuerto" que cuando cantaba emocionaba hasta las lágrimas a aquel niño de dos años, genio universal, que revolucionaria el mundo del flamenco.
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